El conocimiento del valor artístico de una figura de la grandeza de Mario del Monaco pasa también por el de su vida. Sus dotes naturales por sí solas -aunque excepcionales-, sin la personalidad que selló su atractivo, quizá no habrían bastado para convertirle en protagonista de todo un capítulo de la historia de la ópera. Piedra angular de una nueva visión de la vocalidad tenoril, revaloriza el temperamento de los personajes dentro y fuera de la partitura, elevando la figura de los protagonistas masculinos a una dimensión aún más heroica. Los moldea con su impetuosidad, los exalta sin someterlos, siempre servidores de su Voz que los hace vencedores incluso cuando son perdedores. El resto es historia. Mario del Monaco es historia. Y mito.

UN PACTO INDISOLUBLE CON LA INMORTALIDAD

La noche anterior, causando una gran conmoción, su cuadro en el personaje de Otelo se había desprendido inexplicablemente de la pared a la que llevaba veinticinco años firmemente fijado. Hoy puede admirarse con todo su encanto (también vinculado a este misterioso suceso) en el Corredor del Superintendente del Metropolitan (regalo de Giancarlo del Monaco con motivo del estreno de «La fanciulla del West») junto a un medallón de Enrico Caruso y un retrato de Maria Callas. Como para definir algo divino en su naturaleza extraordinaria, ese signo premonitorio anticipaba la inesperada noticia del fallecimiento de Mario del Monaco. En el atril del órgano, la partitura de la última pieza que había tocado, el Adagio de Albinoni, permanecía abierta, mientras su devota y querida amiga Renata Tebaldi acudía a su presencia, incrédula y conmocionada, incapaz de darse paz por el hecho de que algo tan terrible hubiera sucedido tan prematuramente. Franco Corelli, que le había escuchado por teléfono poco antes, no pudo contener un grito de dolor ante la noticia, y también él se puso inmediatamente en contacto con su colega y amigo. El Hombre que, en un abrir y cerrar de ojos, había sumido en la consternación a innumerables personas, se compuso en el ataúd con el traje de Otelo, el personaje cuya personalidad incomparable y arte supremo lo hicieron irrepetible para todos los tenores venideros. Parecía hermoso a sus ojos, era lo que todos decían, tanto más por la irreversibilidad del trágico epílogo del drama que no permite repeticiones. Esta vez «la comedia» había terminado de verdad, soberbio Canio de hazañas históricas del canto. En su larga carrera había conquistado miles de corazones y en un momento los había roto todos. El mundo del teatro había sufrido una sacudida sísmica. Gabriella Tucci, que se había enterado de la noticia por televisión, confesó que, aunque no era de las que lloran fácilmente, derramó muchas lágrimas por Mario. Gastone Limarilli recibió la noticia en una de las circunstancias menos apropiadas para un cantante: durante una representación de «Norma» en Reggio Calabria. La noche siguiente, afligido por la angustia, ya no pudo continuar. Y se marchó, abandonando el canto para siempre. No tuvo el valor de asistir al funeral, pero lloró por él en la intimidad de su hogar y su dolor: le quería mucho. Mientras Giangiacomo Guelfi le contemplaba en el ataúd, se dio cuenta de que era en ese momento cuando Mario le daba la única pena que había sentido en su vida por su culpa. En Parma, Boris Christoff, aturdido por la noticia, se desplomó sobre una silla, ocultando el rostro entre las manos y encerrándose en un silencio que pareció interminable, para recuperarse después, susurrando con voz desconcertada: «Ha muerto el más grande tenor de todos los tiempos». Su amada Giulietta Simionato se encontraba en Siena con motivo del concurso que lleva el nombre de Ettore Bastianini, cuando le cayó aquel rayo caído del cielo. Lloró tanto que las lágrimas mojaron su vestido de noche. La cámara funeraria se instaló en Villa Luisa, destino de una peregrinación que parecía no acabar nunca. Los periódicos de todo el mundo aparecieron con titulares: el rey de los tenores, el tenor de los tenores, había desaparecido. Las cadenas de televisión de todo el mundo conmemoraron, con amplios reportajes, «el silencio de la Voz protagonista y encantadora por excelencia». Renata Tebaldi, Franco Corelli con su esposa, Laura Carol, Magda Olivero, Pier Miranda Ferraro, Cesare Valletti que había venido especialmente de América, Gianna Galli, Aldo Bottion, Daniele Barioni, Arnaldo Pertile (hijo de Aureliano), numerosos coristas, amigos y admiradores estuvieron presentes en la ceremonia fúnebre, que se aplazó un día para permitir la asistencia de todas las delegaciones enviadas desde los distintos países. Una corona de flores había llegado de La Scala en homenaje. El diario francés France Soir salió con palabras lapidarias: «L’empereur est mort». La revista alemana Bunte tituló: «Othello fu». La Ópera de Viena desplegó la bandera con el paño negro en el asta y, por la noche, suspendió la representación de «Tannhäuser» durante tres minutos para conmemorarlo. Todos los teatros del mundo guardaron minutos de silencio a escena abierta «en memoria de un hombre y un artista que no volverá a repetirse». El féretro fue portado a hombros por sus hijos, su hermano Alberto, Léon Sayane, empresario y amigo personal, Pier Miranda Ferraro y Franco Corelli, que leyó el telegrama del Presidente Pertini en la iglesia con voz quebrada por la emoción. Durante la liturgia, la voz de Mario resonó en la «Pietà Signore» de Stradella en la grabación del concierto en la Salle Pleyel. En la comunión volvió a cobrar vida en el ‘Panis Angelicus’ de Franck y el ‘Benedictus’ de Perosi, grabado con acompañamiento de órgano en 1965 para devoción y ex voto, tras su recuperación del tristemente célebre accidente de coche. El cuerpo, enterrado inicialmente en Lancenigo, fue trasladado más tarde a Pesaro: estuvieron presentes en la ceremonia, entre una multitud oceánica, Renata Tebaldi, Giulietta Simionato, Marcella Pobbe, Gianni Raimondi, Aldo Protti, el maestro Ottavio Ziino y, en representación del Gobierno, el honorable Arnaldo Forlani. En septiembre de 1991, su amada esposa Rina también voló a su lado y, diez años después de su muerte, el Ayuntamiento de Pesaro hizo erigir un monumento funerario en su tumba, obra del escultor Giò Pomodoro. Bajo el «sol depuesto» (éste es el título de la escultura) calla para siempre la voz de uno de los más grandes tenores de todos los tiempos y, en palabras de Franco Corelli: «El maestro de todos nosotros, el mejor de todos».
(episodios narrados en el libro de Elisabetta Romagnolo «MARIO DEL MONACO Monumentum aere perennius», biografía oficial)

QUIEN HA SIDO UN MONUMENTO, ES ENTONCES DIFÍCIL QUE SEA SIQUIERA UN MODELO

(S. Jerzy Lec)

Hemos querido abrir esta página con el recuerdo más emotivo vinculado a Mario del Monaco, porque en la descripción del dolor casi palpable de quienes le quisieron, más que en su admiración y estima, se vislumbra la semilla de esa inmortalidad que se abrió en el mismo momento en que el mundo tomó conciencia de que no volvería a verle en carne y hueso después de haber entrado en los hogares de tanta gente, haciendo estremecer a los amantes del melodrama, enardeciendo a melómanos de todas las edades, mujeres soñadoras pero también hombres que en su impetuosidad vocal y escénica revivían el romanticismo y las pasiones viriles. En el número de Mario del Monaco se incluye también el de los innumerables tenores que han visto en su calibre vocal la codiciada meta, pero la singularidad de Mario del Monaco reside en haber esclavizado su instrumento a una inspiración, a un genio inalcanzable para cualquiera que no tuviera la intuición y la extraordinaria percepción que él tuvo para construir y custodiar una voz que, gracias a ello, permaneció inalterable hasta su muerte. El verdadero poder de Mario del Monaco no es el de su voz, que, por supuesto, no es exclusivo, sino el de su naturaleza majestuosa e ineluctablemente arrolladora.

LA MEDIDA DEL VALOR DE MARIO DEL MONACO ES LA CONTRIBUCIÓN QUE HIZO A LA HISTORIA DE LA ÓPERA

«Mario del Monaco fue uno de los tenores más célebres del siglo XX, al que ha correspondido un éxito clamoroso. Debutó antes de la Segunda Guerra Mundial. Su consagración, sin embargo, coincidió con la posguerra. Intérprete triunfal en todos los escenarios más prestigiosos del mundo, Mario del Monaco se benefició de la llegada y difusión del micrograno. El disco, de hecho, le convirtió en una de las voces más conocidas de todo el planeta. Emparejado con Renata Tebaldi, se convirtió, durante más de una década, en uno de los sellos fonográficos más ilustres de Decca. Del Monaco, además, puede considerarse uno de los primeros y más importantes cantantes de ópera que comprendieron la importancia de los medios audiovisuales como complemento indispensable para la fortuna de un artista moderno. Su fuerte atractivo -un verdadero carisma-, confirmado por testimonios unánimes, unido a la fenomenal relevancia de su voz, consagró a Del Monaco como elemento principal y destacado de esa gran patrulla de artistas que, en los años cincuenta, volvieron a mantener en alto los colores de la escuela italiana de canto en todo el mundo. [..] Aprendemos, pues, de su reflexión diurna e infatigable sobre los misterios de la voz, su meditación de toda la vida sobre los secretos de la técnica y el eterno problema de adaptar la teoría a la práctica, es decir, el paso de la noción al órgano vocal de cada artista individual, en este caso el suyo propio. Aprendemos la fuerza de un intérprete que siempre abordaba cada título sólo después de un examen minucioso de sus capacidades y de las posibilidades de obtener un producto bueno y convincente. Los eliminaba del repertorio cuando estaba convencido de que ya no podía dar lo mejor de sí mismo. Conocemos el estudio ininterrumpido de las interpretaciones de Del Monaco, hasta el punto de que se necesitaría un volumen sólo para mostrar la continua evolución de su lectura del Moro de Verdi, donde cada efecto buscado y cada cambio realizado de una edición a otra responde a opciones dramatúrgicas concebidas y sugeridas al cantante por su instinto, su inteligencia y por las experiencias ajenas observadas con perspicacia y hechas suyas con originalidad y talento. Del Monaco, verdadero artista, creó un nuevo tipo de cantante de ópera, reivindicó para sí mismo y para el teatro de ópera una dimensión moderna que es simplista calificar de cinematográfica. Cantante-actor de consumada habilidad, Del Monaco ha puesto siempre la voz en el centro y la ha modelado con rigor musical, documentado por numerosas grabaciones, tanto oficiales como en directo, que permiten reconstruir su carrera con precisión. […] Del Monaco, como todos los artistas dotados de talento y sentido común, instruidos por hábiles maestros de canto y excelentes directores de orquesta, sintió que, respetando la tradición, debía encuadrar la ópera en una concepción moderna, cuyo único criterio era la credibilidad y la coherencia de la interpretación. Sin olvidar que la potencia telúrica de sus medios exigía estrategias precisas, fatalmente destinadas a repercutir en el acercamiento al personaje. Del Monaco consiguió la credibilidad de sus interpretaciones (todos los que le vieron actuar en escena hablan de una fuerza catalizadora capaz de captar y clavar a los espectadores; los testigos suelen repetir que era todo lo que había en escena) gracias a una de las más impresionantes realizaciones prácticas de las teorías de Kostantin Sergeevic Stanislavkij. Baste un ejemplo. Su silencio en los días previos a la representación, su silencio en torno a sí mismo, que los medios de comunicación vendieron entonces como la imagen de la estrella caprichosa con ganas de exhibicionismo, debe leerse más bien como la búsqueda de las tvorceskoe samocuvstvie, es decir, la condición de desapego de los intereses habituales que el intérprete, según las teorías de Stanislavkij, debe perseguir para iniciar el proceso de fusión con el personaje. Es lo contrario de la akterskoe samocuvstvie, es decir, la adopción de expedientes teatrales que permiten al actor conseguir efectos explotando únicamente el oficio. Antes de salir a escena, Del Monaco se preparaba para la tarea volitiva de identificarse con el personaje. De ahí su meticulosa investigación sobre el maquillaje, el vestuario, las razones psicológicas y humanas de cada papel, plasmadas en el respeto de las reglas del canto y la naturaleza de su garganta. Su voz le empujó, de hecho, hacia una lectura heroica del melodrama, en una dimensión épica que supo reconocer tanto en el personaje de Pollione como, como se ha sugerido con acierto y autoridad, también en el de Canio. [..] Anticipó en los años 50 lo que en nuestra época se ha convertido en una clave normal para entender el Verismo, a partir de la producción literaria de Giovanni Verga: el documento realista de un mundo cada vez más lejano se transforma en la epopeya del oprimido que opone su grito, en este caso su canción, a la desgarradora realidad a la que tiene que enfrentarse diariamente. El heroísmo de las interpretaciones de Del Monaco saca a la luz el candente problema (latiguillo de la crítica musical) de las medias voces de Del Monaco, verdaderas o supuestas, afirmadas y negadas. Despejemos el campo de cualquier malentendido. Si mezza voce es el dulce suspiro de un tenor de gracia, no cabe duda: Del Monaco nunca ha cantado a media voz. Si mezza voce significa doblegar el canto a un recogimiento íntimo, proporcional a la virilidad del personaje, de su representación, al tamaño gigantesco de la voz del cantante, entonces Del Monaco ha sabido alternar a menudo los matices ardientes, fogosos, los tonos oscuros de los pasajes más dramáticos, con la vibración suave, pero al mismo tiempo viril, que corresponde a un héroe. De hecho, se puede estar de acuerdo con Franco Fussi (uno de los foniatras más autorizados que ha hablado de Del Monaco en varias ocasiones) cuando, si bien concede preeminencia a las interpretaciones del repertorio verista, señalando los excepcionales resultados de Andrea Chénier, cuya lectura del «Improvviso» sigue siendo memorable, reconoce al célebre tenor un control constante del sonido con la búsqueda de gradaciones y matices y no teme utilizar el término mezza voce. Para demostrar que sería un error encasillar a Mario del Monaco exclusivamente en las interpretaciones más exageradas de Otello, nos ayuda un documento fácilmente accesible hoy en día. Se trata de la grabación televisiva de la RAI, en la que Del Monaco canta en tándem con la Desdémona de Rosanna Carteri. La trampa del playback, que razones técnicas hacían indispensable, es evitada por Del Monaco con la construcción de un Otello monolítico, escultural, meditado, donde el amor y la furia pasan por una mímica facial que puede considerarse una impresionante pieza de teatro musical moderno. Se consigue un resultado que es cualquier cosa menos un truculento alarde de verismo. Dado que este Otello tiene tripas y carne, lleva sangre en las venas, huelga decir que la interpretación vocal es acorde. Monolítica en la soberbia belleza de una escultura donde la fuerza de la naturaleza vocal es encauzada e inteligentemente custodiada, la voz ahora estalla como un relámpago ahora, en cambio, se recoge en la más íntima de las vibraciones. Para ser heroico, Del Monaco lo tiene todo, empezando por el timbre […] Que los agudos deben sonar no debe caber duda, pero es toda la gama de un héroe la que debe poseer chispa, la que debe sonar. Y el timbre de todas las notas, que debe poseer la luminiscencia de los metales nobles.  […] Del Monaco, por lo tanto, es un tenor que se ha construido una vocalidad estentórea, fundada en un método que adaptó a la singularidad de su instrumento […] obteniendo excelentes resultados allí donde el poderoso modelado de la declamación electrizante y, más generalmente, la grandeza monolítica de su canto pudieron encontrar el terreno de elección. [..] Los historiadores del teatro musical y los historiadores vocales deberían encontrar también otra razón, no menos importante, para estudiar sin preclusión la voz y el arte de Del Monaco […] Rodolfo Celletti ya lo ha mencionado [.Su voz, de primer orden en cuanto a timbre y volumen, posee un color y un vigor baritonales en los registros graves, y una agudeza y una capacidad de expansión en los registros agudos que, unidas a un fraseo incisivo y generoso, remiten a la tradición de los tenores verdianos de la segunda mitad del siglo XIX, ya no expertos en el canto florido, pero capaces de abordar las tesituras de Meyerbeer o Guillermo Tell. En efecto, ciertas interpretaciones de Del Monaco nos permiten acercarnos más que cualquier aproximación reciente a ciertos aspectos del estilo de canto de los tenores de Verdi de la segunda mitad del siglo XIX. […] Además, al haberse distinguido como uno de los Pollione más notables del siglo XX, Del Monaco parece heredero de uno de los tenores más representativos de la segunda mitad del siglo XIX, contemporáneo de Enrico Tamberlick, encajado entre Gaetano Fraschini y el mítico Francesco Tamagno, a saber, el piamontés Geremia Bettini. Voz escultural, espléndido Pollione, capaz de cantar el Otello (de Rossini) que sin duda Del Monaco interpretaría si viviera ahora, siendo la suya, y no las lamentables de los llamados especialistas, la verdadera voz del tenor barítono rossiniano. No es casualidad que Del Monaco, representante moderno de muchos aspectos del estentorianismo decimonónico, fuera un célebre intérprete del bandido Ernani, entre otras en memorables representaciones dirigidas por Dimitri Mitropoulos en Nueva York y Florencia. Los méritos de esta lectura van mucho más allá de unos momentos de formidable emoción. Basta con escuchar el final, donde Del Monaco, contrariamente a lo que han escrito los críticos discográficos italianos en vena de justicialismo, no está nada incómodo. […] en el Andante, «Ve’ come gli astri», Del Monaco suaviza el Sol de «sembrano», siguiendo la indicación del compositor, y desliga bien el grupito que hace de cadencia a la frase. La ejecución del Lento, «Tutto ora tace», es admirable, con un bello Fa en pianissimo en correspondencia de «beato». Pasamos por alto la pasión (expresamente solicitada por Verdi) de «Solingo, errante, misero» y la fuerza emocional de «Quel pianto, Elvira, ascondimi…». Hablemos también de las sonoridades buscadas para ‘Vivi d’amarmi e vivere’. No cabe duda, sin embargo, de que aquí tenemos a uno de los iconos más felices del tenor decimonónico de fuerza, lidiando con un papel que la tradición le asignaba. Además, en esta interpretación, se aprecia esa precisión musical que Celletti reconocía en Del Monaco […] AKA la modernidad del gusto que debe medirse no con la estilización actual, sino con los estragos nacional-verbalistas de ciertos tenores de los años 40, de los que Del Monaco prescindió, anunciando nuevos tiempos. Dejemos también de lado la formidable interpretación de San Francisco del Aria de Eleazar, ‘Rachel, quand du Seigneur’, de la Juive, toda esculpida en bronce (una de las más bellas lecturas desde el disco de Caruso), verdadero ensayo de estilo de canto a la manera de los antiguos tenores heroicos, como Leon Escalaïs y Giovan Battista De Negri. Pero además, Del Monaco poseía esa incisividad de acento que no tenían los tenores anteriores a Caruso, que languidecían en un fraseo displicente que hoy puede sonar neghittoso. Omitimos escuchar una antigua grabación del final de Lucia di Lammermoor, que cito aquí provocativamente. No soy tan ingenuo como para situar a Del Monaco entre los Edgardo de referencia, pero escucharle nos recuerda (al menos en algunos lugares) que el personaje fue escrito para ese Gilbert-Louis Duprez que era un tenor de fuerza, entre los primeros y entre los más grandes, que cantaba con la voix sombrée, a la manera de Del Monaco, y no para los tenores lírico-ligeros [….] si queréis redescubrir el timbre que era de los antiguos tenores, el sonido de un disco de plata golpeado por un mazo de plata […] debéis escucharle: el viejo león. Vilipendiado por la crítica, […] menospreciado por los críticos de la última temporada, algunos de los cuales llegaron a compararlo con un gritón. Él: ¡el tenor de rango, el profesional ejemplar cortejado por los teatros del mundo! He aquí mi prefacio, que no canta incondicionalmente los méritos de Del Monaco, que al ver sus límites no lo denigra, como creen algunos aficionados obtusos, sino que hace su pequeña contribución al justo trabajo de historización (ya es hora de iniciarlo) y lo aprecia aún más; lo aprecia por lo que vale (mucho), por su grandeza (enorme), que no sueña con lo que nunca ha sido y no podría haber sido. ¿Merecía la pena reabrir el asunto Del Monaco? Por supuesto que sí. No tenemos ninguna duda. [..]»
(del prefacio de G. Landini extraído del libro biográfico «MARIO DEL MONACO Monumentum aere perennius» de E. Romagnolo)
Para quienes deseen leer sobre la vida de Mario del Monaco, el libro de Elisabetta Romagnolo «Mario del Monaco Monumentum aere perennius» es la biografía oficial, autorizada por Giancarlo del Monaco.
Mario Del Monaco. Monumentum aere perennius

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